Texto y fotos por Julie Sopetrán
El carácter de la muerte en todos los lugares es triste, no queremos irnos, no queremos que se vayan nuestros seres queridos, pero aquí no nos vamos a quedar y necesitamos nuevas ideas para confortarnos, para alegrar nuestro espíritu, para no decaer ante la cruda realidad.
Esas nuevas ideas se fundieron con las antiguas creencias y así nació la catrina, también las velaciones, mezclar costumbres indígenas con costumbres españolas no ha sido nada fácil, pero la historia quedó en los panteones, en los cementerios, en los rituales.
Honrar a “los fieles difuntos” es una frase muy cristiana, pero incluso antes de Cristo ya al ser humano le animaba el culto por los que se fueron, si esta frase de “los fieles difuntos” la mezclamos con los rituales funerarios prehispánicos practicados en estos lugares, surge la fiesta de La Noche de Muertos. La Noche y el Día. Y en esta fiesta, no sólo los niños, las amas de casa, los hombres, los artesanos, los mercados, el estreno, el color, el humor, la golosina, todo, adquiere un carácter diferente, nuevo, alegre y entrañablemente humano.
Y es entrañable porque aunque al principio todo resulta extraño, y te sientes como fuera de lugar, sobre todo si eres occidental, enseguida te adaptas a las costumbres y te sumas fácilmente a la festividad.
No cabe duda que fue una coincidencia la de creer en la prolongación de la vida en el más allá, tanto los indígenas como los cristianos, las ideologías de los conquistadores con su catolicismo no fueron tan nuevas. Los indígenas eran creyentes del más allá, sólo había que cambiar el número de lugares, los mexicas creían en cuatro lugares donde iban las almas y los católicos en dos. Los indígenas, se afianzaban en tres elementos vitales que los cristianos convirtieron en uno, alma o espíritu, alejado y libre de su envoltura humana.
Se acoplaron las fechas. ¿Qué más da? El primero de noviembre lo impusieron los españoles. A los indígenas les daba igual la fecha, esas almas vendrían a casa a visitar a los suyos tal como lo habían creído siempre y así católicos e indígenas fusionaron creencias. Seguramente se perdieron muchos ritos, pero los esenciales permanecieron. La unión española-mexicana es la que recrea la fiesta actual de Día y Noche de Muertos.
Agasajar a los muertos es una celebración nocturna. Cosa que no ocurre en España. Ir al cementerio, que es el lugar donde habitan los difuntos, es lo último que se podría hacer en España. Pero el encuentro en México no resulta tétrico, porque allí el cementerio no da miedo, es alegre, lo hacen distinto. Lo que reúne a las familias es el rito, el símbolo material que evoca al difunto, y que se convierte en cariño, en recuerdo en ofrenda. Los muertos no espantan en México. Por el contrario, vienen a estar contigo amablemente, la tristeza es sagrada, se convierte en alegría del espíritu. Pasar la noche en el cementerio es algo natural, regresar con el alba a casa, da la satisfacción de haber cumplido con el ser querido.
Los cementerios están llenos de flores, se tapizan de la flor amarilla de cempaxúchitl, de luces, velas, veladoras, de papeles picados, de cirios que en la oscuridad dan un toque único al paisaje natural y humano de la noche. Todo el mundo come, desde el pan de muerto hasta toda clase de frutas, la tumba está llena de bebidas que le gustaban al difunto. Algunos objetos personales del muerto, su retrato, sus zapatillas, sus prendas de vestir, a veces las familias van a los mercados a comprar vestidos al muerto que viene de visita.
Pero en México la muerte es entrañable porque el mexicano se ríe con la muerte, se venga de ella anticipadamente llamándola con todos los nombres que se le ocurren, la pelona, la parca, la fea, la guapachosa, la huesuda… existen hasta más de cien nombres diferentes para nombrarla y reírse de ella y con ella por cualquier motivo, creando las famosas calaveras, que no son otra cosa que estrofas ripiosas, haciendo alusión crítica a la forma de morir de algunos famosos y políticos o vecinos, o personificando que uno mismo es el muerto y cómo se ha muerto sin morirse… Todo es un auténtico chiste de la tragicomedia de la vida. Por mucho miedo que nos cause la muerte debemos hacernos amigos de ella y tratarla de tú y como nos sea más fácil para aprender a reírnos de nosotros mismos. Así el mexicano se come la muerte hecha azúcar.
En los colegios, los niños hacen calaveritas y esqueletos de papel, hay concursos de catrinas cómicas. Lo místico y solemne se mezcla con lo festivo y con la diversidad de genialidades creadas por todas las ciudades que rodean el Lago de Páztcuaro. Dicen que Páztcuaro significa en la lengua p´urhépecha, “en donde está la piedra que señala la entrada al paraíso”, otros historiadores dicen que no, que Páztcuaro es “donde están las piedras en la entrada de donde se hace la negrura”. En este lugar los chichimecas y los náhuatls se aliaron y fue así como nacieron los p´urhépechas.
En 1521 Tenochtitlan, fue dominada por los conquistadores españoles. Gracias a Dios sobrevivieron muchos grupos étnicos, que enriquecieron y enriquecen todavía estos lugares de lo que hoy es parte de México.
La celebración abarca desde el 28 de Octubre, cuando se conmemora a los “matados”, bien por accidente, por rayos, asesinatos etc. El día 30, se reciben las almas de los “limbos”, que son los niños que han muerto sin haber sido bautizados. El primero de Noviembre se dedica a los niños “muertos chiquitos”, los que murieron en la infancia, se celebran velaciones de angelitos en los cementerios y son los niños los que van a llevar su ofrenda a sus muertos. El día dos, es cuando se celebra el día de los muertos grandes o adultos. Es costumbre poner sal y agua entre la cantidad de ofrendas, el agua es imprescindible porque el “ánima” llegará a casa con sed por su largo viaje hasta llegar a la casa. Algunos llegan desorientados y necesitan ver el camino de pétalos amarillos de cempasúchil, que se hace desde la entrada a la casa hasta el altar de ofrenda. Es necesario que se recen oraciones y que se queme copal o incienso, también la música es necesaria para que lleguen bien a casa.
Ya alimentados, saciados de sus bebidas favoritas, los difuntos regresan a sus lugares lejanos, para ello los cohetes y las campanas se oyen al amanecer, las bandas de música, la presencia de la gente, todo ha sido realizado como cada año. La gran actividad comercial, artesanal y agrícola vuelve a sus quehaceres habituales. Pero la época es buena para la venta. Los mercados llamados “tianguis” están muy activos en estos días de Muertos.
Pero la muerte es entrañable en México, por muchas más razones, una más es porque participan todos los habitantes de esos pequeños lugares michoacanos, no sólo los niños, también los jóvenes, tienen una costumbre que la llaman campáneri, o el Terúscan, el día 1 de noviembre por la noche, recrean un juego ritual, a escondidas, saltando las cercas de las sementeras, o cruzando por los techos de las casas, roban mazorcas de maíz, flores, calabazas, chayotes o cualquier otra cosecha del momento… Las personas mayores lo saben, y las autoridades se hacen los despistados también, todos están esperando a los jóvenes en el atrio del templo en lo que llaman la Guatápera. Los alimentos que han recolectado los cocinan en una gran olla y luego invitan a los demás a comer pasando una velada muy agradable y en compañía, felices de haber robado esos productos que luego han compartido con los demás.